Habían dos ríos, uno limpio y otro sucio. Paradójicamente para limpiarnos teníamos que bañarnos en el sucio, para limpiar algo así como el espíritu o la psiquis, pero también el cuerpo. Pero mirábamos el río limpio con una sed de domingo, queríamos tirarnos y tomar esa agua transparente y suave, en la que podríamos sumergirnos con los ojos abiertos. A pesar de las ganas, teníamos que esquivar la poca agua limpia que corría por la tierra que pisábamos con los pies descalzos. Los demás, los que no aguantaban y se tiraban al agua limpia quedában marcados con una mancha negra en el abdomen, como si el alma estuviera donde creían los estóicos. Entonces se nos quitaba la sed y dábamos las gracias por el agua sucia.
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